Texto: La delicadeza de los hechos consumados
En el barrio se comentó, con prudente tono bajo y cejas arqueadas, que Don Eusebio había atravesado un pequeño traspié ético-administrativo. Nada grave: apenas una relación excesivamente cercana con los bienes ajenos, un romance no autorizado con lo que no le pertenecía.
La cosa fue presentada como una confusión patrimonial, un malentendido de manos inquietas y bolsillos hospitalarios.
Por su parte, la señorita Mirta —a quien algunos malintencionados señalaban con el dedo— era, según versiones oficiales, una mujer de intensas búsquedas afectivas, una exploradora incansable del cariño humano, con vocación democrática para el amor y horarios flexibles para la ternura.
Decir otra cosa hubiera sido caer en una grosería innecesaria, impropia de gente educada y con vocabulario.
Y lo de la sobrina de la farmacia no fue, como circuló en rumores crueles, un drama biológico, sino una interrupción voluntaria de un proyecto vital en etapa temprana, una reprogramación existencial, casi un ajuste de calendario del destino.
Así, el barrio siguió funcionando con normalidad: nadie robó, nadie pecó, nadie abortó.
Solo hubo reordenamientos, redefiniciones y decisiones personales cuidadosamente envueltas en palabras limpias, perfumadas, decentes.
Porque al final —como decía Don Eusebio mientras contaba monedas que no eran suyas— lo importante no es lo que uno hace, sino cómo lo dice.
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