Baldomero Gómez Cigariillo es un hombre poco habitual. Tiene sus
utopías tan metidas en la cabeza, que parece tanto un visionario como un
drogado. Baldomero detesta la frígidez de la vida. Prefiere llamarse y hacerse
llamar Gómez, cuando está en su pueblo, porque su apellido le asquea y le
parece el más fumado del mundo.
Cuentan las malas lenguas que le
hicieron un juicio por corrupción de palabras y que tuvo que radicarse en City
Vill, una villa taxi del gran Google hope. Pero para mí se lo llevaron preso y
quién sabe dónde está.
Baldomero dejó dos hijos sin padre, dejó un padre sin hijo, una
madre sin hijo, una esposa sin padre, una madre sin padre: un quilombo.
Dejó un libro de poesías nunca editado, ni por las tapas,
dedicado a Anónimo Desértico Pérez, un amigo de la vida.
También dejó un florero a María Antonieta de las Naves, con
flores artificiales, para que no tuviera que regarlas.
Dicen que desapareció repentinamente, a un millón de años luz.
Yo creo que lo conocí, muchas veces pensé que se trataba de un mendigo.
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