Carlos Pablo Cocciolo
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PREGUNTA PREVIA AL ACTO: ¿Qué advierte el autor bajo el título y subtítulo de la obra? CARACTERIZACIÓN DE BERNARDA POR SUS CRIA...
martes, 28 de septiembre de 2021
OLVIDOS- Carlos Cocciolo
Olvidos
Que tierna, la
infancia, se va,
Esfumando en adolescencia a llegar a ser
Yo,
Eterno
-eterna la idea también- aparejada
Es inmortal el grito,
Qué, ea,
Se va, la vida, se va el joven que era,
Ése, Yo.
Volviendo en acabadas palabras renazco del odio al amor,
Retoñando
Alma pura
Involucradas las dos partes,
Alfa versus Omega,
Interrogadas las partes
Intencionadas las fórmulas
Acabado el acuerdo
Se despiden
No son alfabéticas,
No son, atléticas,
Ruidos
Los
Ruidos son como jjjkkkklll
Cosas
Son cosas
Impronunciables,
Indichas
Indisociables,
Existen. Ruidops. /fin de la comunicación/
En la casa de, en la casa habitaba, era muy oscura, era,
simplemente, la casa de los sustos, habitaba siempre, siempre habitaba una
familia, la familia era, acaso, simplemente, una familia simple, una familia,
esclava, no había lugar, todo era, juntos, a la par, el mismo encadenado,
haciendo las columnas para el encofrado, y así, juntos, remándola, contra la
corriente, llegando casi el fin del año festejos, llegan, festejan los
familiares, festejan las personas que se aman pero se odian todo al mismo
tiempo el escenario cede a otro panorama:
Una
ventana
Otra
realidad.
LECTURAS propuestas
La casa
de Asterión
[Cuento - Texto completo.]
Jorge
Luis Borges
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III,I
Sé
que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que
no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es
infinito)1 están abiertas día y noche
a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará
pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud
y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la
Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula
es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta
cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he
pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las
toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba,
huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las
Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano
fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia
lo quiera.
El
hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la
escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu,
que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una
letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a
leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro
que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro
por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la
sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay
azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa.
(A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he
abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro
Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora
desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta oAhora
verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca.
A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No
sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las
partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un
aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y
polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo
de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me
reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen
estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he
creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada
nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro
alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen
sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres
ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que
uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi
redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor
y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores
del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o
un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El
Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio
de sangre.
-¿Lo
creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
FIN
1. El
original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca
de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.
Las
ruinas circulares
[Cuento - Texto completo.]
Jorge
Luis Borges
Nadie
lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose
en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre
taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que
están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend
no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que
el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin
sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y
ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de
piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese
redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero
se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que
las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por
flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El
propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar
un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le
hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no
habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado,
porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también,
porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y
las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la
única tarea de dormir y soñar.
Al
principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza
dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que
era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban
las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a
una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba
lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con
ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de
vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en
la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar
por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia
creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A
las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar
de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos
que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque
dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos
preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias
del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un
muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían
los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de
los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares,
pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un
día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la
tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado.
Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió
contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta
unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental:
inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves
palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua
vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió
que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se
componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer
una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un
fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había
desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo,
dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio.
Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un
trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no
reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna
fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los
dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y
durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo
soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate
en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo
soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a
corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y
muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y
luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales.
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal
vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo
soñaba dormido.
En
las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el
Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre
casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó
a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró
su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula:
no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le
reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros
iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al
fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el
soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez
instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio
desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El
mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le
dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba
cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso
deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había
acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos
pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El
hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente,
lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que
su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por
primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a
muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera
nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le
infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su
victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde
y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su
hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo;
de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con
cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de
esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el
hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron
de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que
su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y
descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser
la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué
vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha
permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera
por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo,
en mil y una noches secretas.
El
término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como
un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de
los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches;
después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace
muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas
por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el
incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero
luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus
trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne,
éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con
humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
El hombre
muerto
[Cuento - Texto completo.]
Horacio
Quiroga
El hombre y su machete acababan de limpiar la
quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en estas
abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era
muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas
al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un
trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba
de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no
ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el
lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su
extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las
rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Solo que tras el
antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño
y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una
mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano.
Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su
vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa
de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida
se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días
preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley
fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente
por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el
último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué
de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos
reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del
escenario humano! Es este el consuelo, el placer y la razón de nuestras
divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que
debemos vivir aún! ¿Aún…?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente
a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente,
acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se
está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el
hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha
sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible
acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a
morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!-
y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es
acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce
como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas
al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los
bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su
casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver
más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y
que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el
Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de
fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de
postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es este uno de los
tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano?
¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro
metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de
púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino;
mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que
pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre
silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el
cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos.
Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la
distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ese o no un natural
mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal
ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…
Nada, nada ha cambiado. Solo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona,
su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él
mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de
sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente,
naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace
dos minutos: se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla
sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa
trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la
hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango
de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba
perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez
años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está
solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de
costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de
su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro!
¡Ya ese es su bananal; y ese es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas
del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del
alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien;
y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae
a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve.
Todos los días, como ese, ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber
pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde
el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos
hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su
chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye
efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos
días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor
silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el
bananal prohibido.
…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces,
a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera
cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado
también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede
aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su
cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre:
el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el
alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más
lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste
descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas,
exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto
asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de
cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no
se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están
próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto:
y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido
que ya ha descansado.
FIN
El ramo
azul
[Minicuento - Texto completo.]
Octavio
Paz
Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos
rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas
revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y
descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su
escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del
campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro
de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y
humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me
sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre
los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de
verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente.
Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca
me preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado
aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí
en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle
empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra,
iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta
blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba
la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas
altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las
estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación
entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la
estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo.
¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y
a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió
una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre,
seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad.
La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se
desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el
paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No
quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté
correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese
defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
-No se mueva , señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi
apenada.
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira,
aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que
tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy
a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de
ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
Mis ojos no te sirven. No son azules, sino
amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los
tiene azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te
daré otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la
vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de
palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de
campo, que brillaba con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El
resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme.
No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló
intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante
silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver,
encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos.
Tirándome de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos,
echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras
el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas.
Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció.
Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las
manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante
una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del
mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo.
FIN
Algo muy grave va a suceder en este pueblo
[Cuento - Texto completo.]
Gabriel García
Márquez
Nota: En un congreso de escritores,
al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o escribirlo, García
Márquez contó lo que sigue, “Para que vean después cómo cambia cuando lo escriba”.
Imagínese
usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno
de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de
preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé,
pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a
este pueblo.
Ellos se
ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan.
El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una
carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te
apuesto un peso a que no la haces.
Todos se
ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le
preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es
cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre
esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se
ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su
mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané
este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por
qué es un tonto?
-Hombre,
porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo.
Entonces
le dice su madre:
-No te
burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La
pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame
una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor
véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es
estar preparado.
El
carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice:
-Lleve dos
porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se
están preparando y comprando cosas.
Entonces
la vieja responde:
-Tengo
varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva
las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en
media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el
rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que
pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde,
hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha
dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si
en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto
calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin
embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a
las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero
no tanto calor como ahora.
Al pueblo
desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un
pajarito en la plaza.
Y viene
todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero
señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero
nunca a esta hora.
Llega un
momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy
muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus
muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle
central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este
se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan
a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de
los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no
venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la
incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en
un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos
va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije
que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
FIN
Cleopatra
Mario Benedetti
El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos
me había mantenido siempre en un casillero especial de la familia. Mis hermanos
me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se ponían bastante pesados cuando me
hacían bromas sobre la insularidad de mi condición femenina. Entre ellos se
intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria, pero
pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y
me acariciaban o me besaban o me decían: Pero, Mercedes, ¿nunca aprenderás a no
tomarnos en serio?
Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos
Dionisio y Juanjo, que eran simpáticos y me trataban con cariño, como si yo
fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato, que me molestaba todo lo
que podía, pero sin llegar nunca al arrepentimiento final de mis hermanos. Yo
lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era
correspondido.
Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me
dejaban ir a fiestas y bailes, pero siempre y cuando me acompañaran mis
hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con liberalidad, ya que, una vez
introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su cuenta y solo
nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.
Sus amigos a veces venían con nosotros, y también
las muchachas con las que estaban más o menos enredados. Yo también tenía mis
amigos, pero en el fondo habría preferido que Dionisio, y sobre todo Juanjo,
que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me hicieran alguna
“proposición deshonesta”. Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la
chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura,
que tal vez no era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a
esas reuniones, y, cuando lo hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía
siendo mutua.
En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con
esmero, gracias a la espontánea colaboración de mamá y sobre todo de la tía
Ramona, que era modista. Así mis hermanos fueron, por orden de edades: un
mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un esgrimista. Yo era
Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién
representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé
que la historia habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de
plástico era un buen sucedáneo. Mamá estaba un poco escandalizada porque se me
veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la tranquilizó: “No te preocupes,
vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién nacido.”
A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así
que le di al descarado un puñetazo en pleno estómago, que le dejó sin habla por
un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije: “Disculpa, hermanito, pero
no es para tanto”, ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis golpes de kárate?
Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un
antifaz dorado para no desentonar con la pechera áurea de Cleopatra. Cuando
ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo murmullos de asombro, y
hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre, nos separamos y
yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un payaso
y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un
cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del
primate y ya no me dejó en toda la noche. Bailamos tangos, más rumbas, boleros,
milongas, y fuimos sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll.
Mi pareja llevaba una careta muy pintarrajeada, como correspondía a su
apelativo de Cara Rayada.
Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente
no era la suya, desde el primer momento estuve segura de que se trataba de
Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi nombre) y mi corazón empezó a
saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca contrataban
orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los
géneros, a fin de (así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de
esperar, cada nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la
siguiente era todo lo contrario: abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno
al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy cursi, me tomó de la mano y me llevó
al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una en su rincón de sombra.
Creo que ya era hora de que nos encontráramos así,
Mercedes, la verdad es que te has convertido en una mujercita. Me besó sin
pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le devolví el beso con hambre
atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis brazos de
Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un
tirón y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a
alguien.
Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas
lindas en mi oído. También me acariciaba de vez en cuando, y yo diría que con
discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión de que no le parecía el
de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando escuché la voz
de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras
disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra
no regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al
mismo tiempo se quitó la careta.
Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi
juventud. Tal vez ustedes lo hayan adivinado: no era Juanjo, sino Renato.
Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso cacique, se había puesto la
otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado y seguí por
mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales,
siento que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía
hoy, aunque Renato sea mi marido.
FIN
"¡Ya Campeador, en buen ora
çinxiestes espada!
El rey lo ha vedado, anoch del entro
su carta
con grant recabdo e fuerte mientre
sellada.
Non vos osariemos abrir nin coger por
nada;
si non, perderiemos los averes e las
casas
e demas los ojos de las caras.
Çid, en el nuestro mal vos non
ganades nada;
mas ¡el Criador vos vala con todas
sus vertudes santas!"
Esto la niña dixo e tornos pora su
casa.
Ya lo vee el Çid que del rey non avie
graçia.
Partios de la puerta, por Burgos
aguijava,
lego a Santa Maria, luego descavalga,
finco los inojos, de coraçon rogava.
La oraçion fecha luego cavalgava;
salio por la puerta e en Arlançon
pasava
|
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La vida
humana
[Poema - Texto completo.]
Ramón
de Campoamor
Velas de amor en golfos de
ternura Viviendo en esta humana
sepultura, ¡Ay! en la vida ruin que al
loco embarga, Sólo el dolor con el dolor
alterna, |
A las
estrellas
[Poema - Texto completo.]
Pedro
Calderón de la Barca
Esos rasgos de luz, esas
centellas Flores nocturnas son; aunque
tan bellas, De esa, pues, primavera
fugitiva, ¿Qué duración habrá que el
hombre espere, |
El breve
amor
[Poema - Texto completo.]
Julio
Cortázar
Con qué tersa dulzura me pasea los dedos por la piel
y me dibuja para que a fuego lento empiece ¿Por qué, después, |
Llorar a
lágrima viva…
[Poema - Texto completo.]
Oliverio
Girondo
Llorar a lágrima viva. |
Dietética
[Poema - Texto completo.]
Oliverio
Girondo
Hay que ingerir distancia, |
Un poema
de amor
[Poema - Texto completo.]
Nicolás
Guillén
Un poema de amor No sé. Lo ignoro. |
El espejo
de agua
[Poema - Texto completo.]
Vicente
Huidobro
Mi espejo, corriente por las
noches, Mi espejo, más profundo que el
orbe Es un estanque verde en la muralla Sobre sus olas, bajo cielos
sonámbulos, De pie en la popa siempre me
veréis cantando. |
Dulce milagro
[Poema - Texto completo.]
Juana
de Ibarbourou
¿Que es esto? ¡Prodigio! Mis
manos florecen. Y voy por la senda voceando el
encanto Y murmura al verme la gente que
pasa: ¡Ah, pobre la gente que nunca
comprende Que requiere líneas y color y
forma, Que me digan loca, que en celda
me encierren Cantaré lo mismo: “Mis manos
florecen. |
A la
palabra
[Poema - Texto completo.]
José
Martí
Alma que me transportas: |
La llave
maestra
[Poema - Texto completo.]
Silvina
Ocampo
La luz de su cuarto me habla de
él cuando no está, |
Dos
cuerpos
[Poema - Texto completo.]
Octavio
Paz
Dos cuerpos frente a frente Dos cuerpos frente a frente Dos cuerpos frente a frente Dos cuerpos frente a frente Dos cuerpos frente a frente |
Amada, en
esta noche tú te has crucificado…
[Poema - Texto completo.]
César
Vallejo
Amada, en esta noche tú te has
crucificado En esta noche clara que tanto
me has mirado, Amada, moriremos los dos
juntos, muy juntos; Y ya no habrá reproches en tus
ojos benditos; |
Decir no
[Poema - Texto completo.]
Idea
Vilariño
Decir no |
Acerca de mí
LA COMA Y EL PUNTO
La COMA Y EL PUNTO ×la dificultad está marcada con * (asteriscos). REPONGA PUNTOS Y COMAS Tenga en cuenta que donde está elidido (aus...